Las sutilezas de la comunicación verbal y no verbal, aunque hablemos el mismo idioma, marcan diferencias culturales. Ser conscientes de ellas puede convertirse en una herramienta muy útil para favorecer la integración. Veamos este ejemplo:
Marcela, Carlos y su hija Ayelén llegaron a España un par de años atrás, eligieron España porque sus abuelos eran gallegos e italianos. Emigrar a España era “volver” a Europa, ¡donde estaban sus raíces! No tendrían que cambiar el idioma, así que se evitarían todos los problemas de comunicación.
MARCELA
Con 46 años, se prometió a ella misma que nunca dejaría de hablar como “argentina”, pero no lo consiguió. Entendió que necesariamente debía incorporar vocabulario local si quería sentirse integrada. Cambió “dale” por “vale”, “desodorante de ambientes” por “ambientador”, “nenes” por “peques”, “lavarropas” por “lavadora”, “hermosa” por “guapa”. Comprendió que había otra distancia corporal interpersonal, y que muchos abrazos cariñosos podían ser interpretados como una actitud “demasiado melosa”.
Una vez, Marcela volvió indignada a casa porque un compañero de trabajo había hablado en valenciano con otro colega delante de ella, lo cual Marcela entendía como una clara falta de respeto. Sin embargo, con el tiempo comprendió que no era intención de ellos excluirla de la conversación, sino que eran valecianoparlantes y, naturalmente, tendían a pasarse al valenciano. Al final, Marcela aprendió a entender valenciano y ellos aprendieron a “volver al castellano” cada vez que estaba Marcela presente.
CARLOS
Marido de Marcela, se prometió a sí mismo que nunca dejaría de tener ese ocurrente sentido del humor y simpatía que tantas experiencias inolvidables le regalaron en su Buenos Aires querido. No obstante, a los pocos meses entendió que era importante cambiar su sentido del humor porque podía ser malinterpretado: el humor irónico porteño era interpretado como “chuleada”, restándole puntos a la hora de hacer nuevos amigos. Entendió que muchas expresiones como “dale”, “info”, “ponele” y “joda”, en lugar de ayudar a empatizar, hacían perder fluidez en la comunicación (a partir de que un amigo le dijo con una sonrisa “es que a veces no te entiendo, tío”).
Llegó un momento en que Carlos comenzó a vocalizar en forma neutra, casi inconscientemente, porque percibió que sus nuevos amigos podían comprenderlo y empatizar mejor.
AYELÉN
La hija de ambos, de 12 años, no se prometió nada y simplemente, al año de estar, había asimilado no únicamente el vocabulario de su grupo de instituto, sino que cada vez que hablaba con sus amigos y amigas abandonaba el seseo y tenía la típica entonación valenciana del castellano. Cuando hablaba con la familia, sin embargo, pronunciaba su porteño perfecto.
“Me encanta cómo habláis los argentinos, no cambiéis nunca vuestra tonada. Es que habláis con una cadencia muy bonita, tenéis una tonada muy dulce”, les decía su vecina. “Gracias”, decía Marcela con una sonrisa un tanto socarrona, mientras pensaba: “si yo te contara todas nuestras tribulaciones con el argentino, si te contara que a mí también me encanta, pero cuánto lo tengo que maquillar para que vos me entiendas”.
¿TRAICIONAR SUS PRINCIPIOS O DESARROLLAR INTELIGENCIA INTERCULTURAL?
Para muchos, incluso para Marcela y Carlos, este cambio podría haber sido interpretado como una traición a sus principios, como un olvidarse de dónde venían, perder su identidad. Y en cierto momento lo es, porque la migración “nos cambia”. Pero también es una clara muestra de inteligencia intercultural. Hubo que comprender que indefectiblemente la migración y la integración atravesarían y determinarían su escala de valores, su mirada hacia sí mismos y hacia los otros.
A lo mejor el error estuvo en hacerse promesas que poco servirían para la integración cultural, promesas que podían hacer peligrar su seguridad interior: la seguridad en sí mismos la recuperaron cuando se permitieron ser flexibles, cuando habilitaron con esa flexibilidad a su hija para que hable como una “nativa”, cuando se permitieron incorporar vocabulario local y hablar como sentían —por momentos imitando el canto español-valenciano—, sin intentar controlar “su raíz argentina”.
Comprendieron que su identidad está ligada a su historia y la historia nadie se la robaría: la llevarían dentro, hablasen en español, valenciano o chino. Comprendieron que si no querían ser discriminados, había que comenzar por ellos mismos: sin rechazar la cultura de acogida, sin promesas que pudiesen esconder prejuicios culturales. Que no era cuestión “su cultura o nuestra cultura”, sino que comenzaban a sentir que se trataba de “cultura de origen” y “cultura de acogida”. Que la integración no era solamente un hecho de otros hacia ellos, sino también una actitud interna proactiva de quien emigra hacia la cultura de acogida. Que para ser integrados, era necesario hacer un proceso interno de integración de las dos culturas.
Podés compartir tu experiencia: ¿Crees que te comunicás asertivamente viviendo en el exterior?
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