Desde los inicios de la modernidad, la sensación de disgusto y desagrado ha sido una constante de la cultura occidental.

 Nos invade ese malestar común a todo estado psicológico de insatisfacción. En parte, nuestra decisión de partir un día de nuestra tierra tiene que ver con ese malestar. Pero, muchas veces, el malestar continúa: No estamos donde queremos estar, ni somos quienes deseamos ser. Las cosas no siempre funcionan como esperamos, y a menudo, sentimos nuestros deseos insatisfechos. Seguimos teniendo esa permanente insatisfacción, ese sentimiento de carencia y escasez tan arraigados en nuestra cultura occidental. El quedarnos o el volver es siempre una encrucijada. Como toda bifurcación de caminos, es una prueba de fuego: quien después de elegir se detiene, retrocede, vuelve a pensar, mira otra vez lo no elegido y opta al final por esto último, acabará por echar de menos la primera opción. Pero, le acechará insistentemente una pregunta: ¿cómo hubieran sido las cosas de haber seguido el primer sendero? ¿Cómo hubiera sido si me hubiera quedado? ¿Cómo sería si volviera? Siempre existirá una falta de conformismo estemos donde estemos.

Tomemos el rumbo que tomemos siempre implicará asumir que algo se pierde.

Pensar indefinidamente en me quedo o me voy es posicionarnos en un lugar que nos vuelve cada vez más infantiles. Poder decidir, significa entre otras cosas, hacernos luego cargo de esa elección. Hacernos cargo, entre otras cosas, conlleva el sostener las decisiones al menos por un tiempo. Más aún, si éstas son decisiones que afectan, no sólo a uno mismo, sino al grupo familiar. Buscar “la felicidad”, como finalidad de la vida, es una tarea, que como decía Freud en “el malestar de la cultura”, imposible, “No está en los planes de la vida que el hombre sea dichoso: el cuerpo se corrompe y muere, la naturaleza nos abate con furia, y encima, tenemos que convivir esto con otros seres humanos”. Por ello, más que buscar la sociedad o cultura ideal que no existe, ni está en los planes de vida, es importante que a la hora de elegir, podamos ser conscientes de las propias limitaciones internas que encontramos cuando estamos frente al camino que se bifurca. Frente al volver: ¿podremos ser capaces de volver y afrontar una realidad cotidiana que en algún momento nos resultó insoportable para nuestro psiquismo, que además será diferente a la que dejé? Llámese inseguridad, falta de trabajo, problemas familiares o lo que cada uno quiera poner en esa realidad. O bien, frente al quedarnos expatriados: ¿podremos aceptar que no encontramos la felicidad, que no nos fue tan bien como queríamos, que estamos lejos de los afectos, de la tierra?

¿Qué nos resultará más posible de sostener en el tiempo, como decisión perdurable.? Plantear el problema en términos de lo que estamos dispuestos a perder, en lugar de que lo que eventualmente ganaríamos; desde nuestras limitaciones, es una mirada interesante a la encrucijada.

La respuesta, por supuesto, es única, personal, ya que afuera la felicidad, permanente en el tiempo, no existe. Pero lo que existe, es la alegría, la sensación de madurez, la paz con uno mismo, fruto de las elecciones que se sostienen en el tiempo.

“No hay una sola de esas cosas pérdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o lo que harás mañana”. (Jorge Luis Borges)

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